martes, 9 de enero de 2007

Mi fea preciosa

No la quiero porque sea fea, ni la quiero a pesar de que sea fea. La quiero y es fea. Eso es todo.

Aunque mentiría si dijera que su fealdad no me gusta.

Pensemos en la desgracia de ser feo. Los hay por todas partes: el camarero frentón y grasiento, de huesos flacuchos y tez cetrina, que nos sirve el café por las mañanas; la frutera bajita, culona, de dientes amontonados y enorme nariz ganchuda; aquella sobrina nuestra que heredó los rasgos de su abuelo en vez de los de su preciosa madre y ahora no sabe cómo maquillar su mandíbula cuadrada y sus ojos juntos. Son feos que no tienen remedio, que son desagradables, que, lo mires por donde lo mires, están mal hechos. Sin ánimo de ofender.