Se despierta, se incorpora y se da de narices con la tapa forrada de raso del ataúd. Tarda un rato en darse cuenta de la situación. Se ha quedado dormido. Qué puto gilipollas. Se ha quedado dormido en su propio velatorio y ha dejado que le entierren. Al principio, grita como un loco. Pega puñetazos contra los límites del ataúd. Patalea, como si tuviera encima una manta muy pesada y no toneladas de tierra. Después, intenta relajarse: tranquilo, se dice, no eres el único que sabe que estás aquí. Está tu agente de Límites, S.A., el señor García, ese hombre tan amable. Están todos los empleados que han trabajado en el montaje: el médico que certificó tu supuesta muerte, los extras que afirmaron haber estado contigo en el momento en que te dio el infarto, los empleados de la funeraria que ignoraron el hecho de que estuvieras todavía calentito y respirando cuando te colocaron en el ataúd.