Le daba pena la cría. Por las mañanas, sobre todo. Porque él... bueno, él ya tenía una edad, debía trabajar para ganarse la vida, pero ¿la cría? Apenas cinco añitos de mocosa rubia y había que sacarla de la cama antes de que amaneciera para llevarla al colegio. Se recordó a sí mismo con su edad. El pelo corto y moreno, las rodillas moradas y cubiertas de costras y una incapacidad patológica para quedarse quieto. El colegio era una especie de cárcel obligatoria que no entendía. Podía enterarse bastante rápido de las cosas cuando le interesaban, pero le parecía que a aquel tormento sentado le sobraban horas.
K. y él se despertaban con la alarma del móvil. Él se levantaba despejado, casi hiperactivo; a veces, de hecho, para cuando sonaba la alarma ya llevaba un rato con los ojos abiertos. K. permanecía quieta y gruñía un poco, así que normalmente era él quien se acercaba al cuarto de Sandra para despertarla.
A veces se quedaba un rato apoyado en la puerta mirando a la niña. Sandra se movía mucho durante la noche y siempre amanecía con las sábanas en el suelo o el edredón enredado entre las piernas. Apoyaba la cabeza en la almohada con un abandono que él envidiaba: jamás se despertaba antes de tiempo. Se daba cuenta de que ya hacía tiempo desde que había dejado de ser un bebé: al principio los cambios habían sido pequeños, como quitar el pañal de día o dejar definitivamente los biberones, pero ahora podía distinguir perfectamente su cuerpecito espigado de niña debajo de las sábanas. No es mía, pero como si lo fuera, se decía a veces; y, sin embargo, sabía que no era cierto. Sabía que entre K. y Sandra fluía una corriente mucho más poderosa que la que él podría nunca establecer con ninguna de ellas. Casi podía sentirlo ahora: como si incluso desde sus respectivos sueños profundos, cada una en una cama, K. y Sandra se miraran con los ojos cerrados sin ser capaces de torcer la cabeza en otra dirección.