jueves, 15 de marzo de 2012

La nieve

Le daba pena la cría. Por las mañanas, sobre todo. Porque él... bueno, él ya tenía una edad, debía trabajar para ganarse la vida, pero ¿la cría? Apenas cinco añitos de mocosa rubia y había que sacarla de la cama antes de que amaneciera para llevarla al colegio. Se recordó a sí mismo con su edad. El pelo corto y moreno, las rodillas moradas y cubiertas de costras y una incapacidad patológica para quedarse quieto. El colegio era una especie de cárcel obligatoria que no entendía. Podía enterarse bastante rápido de las cosas cuando le interesaban, pero le parecía que a aquel tormento sentado le sobraban horas.

K. y él se despertaban con la alarma del móvil. Él se levantaba despejado, casi hiperactivo; a veces, de hecho, para cuando sonaba la alarma ya llevaba un rato con los ojos abiertos. K. permanecía quieta y gruñía un poco, así que normalmente era él quien se acercaba al cuarto de Sandra para  despertarla.

A veces se quedaba un rato apoyado en la puerta mirando a la niña. Sandra se movía mucho durante la noche y siempre amanecía con las sábanas en el suelo o el edredón enredado entre las piernas. Apoyaba la cabeza en la almohada con un abandono que él envidiaba: jamás se despertaba antes de tiempo. Se daba cuenta de que ya hacía tiempo desde que había dejado de ser un bebé: al principio los cambios habían sido pequeños, como quitar el pañal de día o dejar definitivamente los biberones, pero ahora podía distinguir perfectamente su cuerpecito espigado de niña debajo de las sábanas. No es mía, pero como si lo fuera, se decía a veces; y, sin embargo, sabía que no era cierto. Sabía que entre K. y Sandra fluía una corriente mucho más poderosa que la que él podría nunca establecer con ninguna de ellas. Casi podía sentirlo ahora: como si incluso desde sus respectivos sueños profundos, cada una en una cama, K. y Sandra se miraran con los ojos cerrados sin ser capaces de torcer la cabeza en otra dirección.




Entonces suspiraba y pensaba en el quicio de la puerta, y se preguntaba a qué habitación pertenece: a la de dentro o a la de fuera. Se decía que es un sitio sin sitio, y que él en realidad estaba bien allí debajo. Después se acercaba y despertaba a Sandra con toda la suavidad de la que era capaz: vamos, pequeña, te espera el mundo. Lo siento, ojalá fuera de otra manera, pero es así como son las cosas.
*******

Por la tarde iba a recoger a la cría a casa de su abuela. K. trabajaba hasta tarde, y aunque él también tenía que comer fuera de casa, podía salir antes y hacerse cargo de la niña hasta por la noche. Él también se daba un poco de pena cuando comía fuera de casa, en la escasa hora que le permitían para tragar el tupper que K. le preparaba por las noches. Le había propuesto un par de veces que quedaran para comer: ella tenía más tiempo al mediodía y no tardaba mucho en llegar a la obra en la que él estaba currando. Sabía que K. prefería almorzar con la niña en casa de sus padres porque era más cómodo, pero todos los días le entraba una ilusión estúpida por imaginarse comiendo con ella en un banco cualquiera, en tuppers gemelos con tortilla de patatas o filetes empanados. La escena era mucho más bonita en su mente que en la realidad: K. y él sentados en el respaldo, mirándose a los ojos, charlando, sonriendo. Ajenos a todo, en una especie de burbuja donde no sólo no cabía nadie más, sino que no les hacía la más mínima falta. Pero él sabía perfectamente que en la realidad K. y él siempre acababan estropeándolo todo.

Sandra estaba jugando con el ordenador en la mesa del salón. Estaba entusiasmada, y a él le hizo gracia darse cuenta de la soltura con que movía el cursor del ratón por la pantalla. "Es otra generación", se dijo, y se preguntó si para ellos mover un ratón sería tan intuitivo y básico como para él escribir con un lápiz.
- Vámonos, peque - se acercó por detrás a la niña y la agarró de las axilas, levantándola en volandas. Sandra protestó y comenzó a hacer pucheros.
- ¡No quiero irme!
- Pues nos tenemos que ir.
- ¿Está mamá en casa?
- No, Sandra, mamá no está. Estoy yo.

Se enfadó un poco. Sabía que el llanto no tenía que ver con el ordenador. Sabía que él era la frontera entre la bondad de los abuelos y la bondad de mamá: otra vez el quicio de la puerta. Sabía que Sandra le quería, y también que prefería estar con los demás a estar con él. Intentaba ponerle ciertos límites. Intentaba educar. Pero de alguna forma sabía que no estaba en la posición más adecuada, así que hacía lo que podía. Agarró a la niña prácticamente a la fuerza, se despidió de los padres de K. y se metió en el coche.

De camino a casa, a Sandra se le pasó la llantina. Él le preguntó por el colegio y por sus amigos. La casa estaba lejos, ¿cuánto puede uno estirar una conversación con una niña de cinco años? Echaba mucho de menos a K., aunque supiera que a lo mejor verse poco tiempo al día era el ingrediente principal de la receta que les estaba permitiendo vivir juntos. La niña se quedó callada, y cuando él volvió de sus pensamientos se dio cuenta de que se estaba quedando dormida. Mierda, se dijo. Si había algo peor que Sandra enfadada era Sandra medio dormida: se la podía imaginar llorosa en sus brazos de camino al piso y pataleando luego sin dejar que le pusiera el pijama.
- Sandra.
- Mmm...
- Sandra, no te duermas.
- Tengo sueño...
- ¡Sandra!
- Queeeee...
- Venga, va, no te duermas... ¡Mira, gorda, mira la nieve! - y señaló al exterior con un dedo.
- ¿Dónde, dónde?

Por el retrovisor central podía ver los ojos soñolientos de la cría abriéndose esforzados en dirección al mar.
- ¡No la veo!
- Búscala bien, de verdad, verás como la encuentras.

Sandra estiraba el cuello y oteaba en todas direcciones, mientras él procuraba acelerar un poquito, lo justo, y acortar un poco el tiempo que quedaba para terminar el recorrido. Mientras la miraba buscar pensó que igual lo de educar no se le daba tan mal. Y así a lo mejor llegamos a casa, pensó. Buscando cosas que no existen para mantenernos despiertos.

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