La mañana del día de San Valentín se despertó con un nudo en el estómago. Abrió los ojos despacio, procurando no moverse. Sabía que él tenía el sueño ligero y se despertaría en cuanto ella se diera la vuelta: abriría deprisa los ojos de cervatillo, como si no hubiera llegado a quedarse dormido, y la miraría sonriendo. Y no se acordaría.
Ella tenía los regalos escondidos en el cuarto de invitados. Unas zapatillas para estar por casa y unos pantalones de bicicleta. No estaba muy segura de haber acertado, porque a lo mejor eran regalos demasiado útiles, no muy románticos en el sentido estricto de la palabra. Las zapatillas eran un poco maternales. Odiaba que siempre anduviera por casa descalzo o, todavía peor, con las botas de montaña. “Son los zapatos más cómodos que tengo”, decía siempre él cuando le regañaba. Los pantalones de bicicleta daban el toque lúdico. Él quería ir en bici, pero nunca se acordaba de comprarse unos pantalones anchos y los estrechos le hacían muy delgado. Con esos pantalones podrían ir juntos en bicicleta.
Si lo pensaba bien, eran regalos llenos de futuro.
Había pasado toda la semana dándole vueltas al asunto del dichoso San Valentín. Ella quería regalar y también quería regalos. No soportaba ese rollo de “es un día comercial inventado por el Corte Inglés y blablablá”. Opinaba que los que pensaban así lo hacían porque eran demasiado vagos para pensar un regalo o demasiado tacaños para gastarse el dinero. Él era un poco de cada.
Ella soñaba con un San Valentín donde la despertaran con un desayuno en la cama y un ramo de rosas. Soñaba con que le sorprendieran con algo que deseaba desde hace mucho tiempo, como el último libro de Murakami o un cuchillo profesional de cocina. Soñaba con que alguien la quisiera tanto, tanto, tanto, que la observara despacito y en silencio para hacer una lista de lo que ella necesitaba para ser feliz y no tenía todavía.
No le habría importado hacer el ridículo. Si él se hubiera escrito “te quiero” en la cara, si hubiera escondido anillos dentro de pasteles, si hubiera repartido por la calle poemas con su nombre... nada de eso le habría parecido demasiado. Violines, rosas, aviones.
Pero él iba a olvidarse otro año. Estaba tan, pero tan segura. Y ella se enfadaría. Y él pediría perdón. E intentaría compensarla. Y ella fingiría que estaba bien así. Fingiría que le daba los regalos porque le quería incondicionalmente. Fingiría que también pensaba que el día de San Valentín era un invento del Corte Inglés.
Anticipó todo el guión en la cabeza, respiró hondo y se dio la vuelta en la cama.
Y ahí estaba él, con los ojos abiertos y limpios de legañas, sonriente, fresco como una lechuga.
- Buenos días, mi amor – dijo.
- Buenos días – ella se estrelló despacio contra su boca. Nunca entendería cómo se apañaba para oler tan bien por las mañanas.
Remolonearon un rato entre las sábanas hasta que él se levantó para darse una ducha. Entonces ella fue al otro cuarto y trajo los regalos. Los colocó sobre la cama y pensó que quedaba un poco pobre, así que agarró una libreta azul de propaganda que había en la mesilla de noche y unas tijeras para las uñas y se puso a recortar corazones. Era fácil hacerlos con la punta curvada de las tijeras. Cuando tuvo unos cuantos los esparció a su alrededor y se quedó sentada en medio, desgreñada y seria, una especie de mártir cabizbaja de San Valentín.
Él llegó de la ducha, resplandeciendo húmedo bajo la toalla blanca. En momentos como aquél, cuando parecía salido de un anuncio de colonia masculina, ella se sentía afortunada de una forma intensa y breve. Él la miró, miró los corazones azules esparcidos por la colcha de Ikea, sonrió y, justo después, abrió mucho los ojos en una mueca de pánico.
- ¡Cariño! ¡Se me había olvidado! Quiero decir, que lo sabía, pero no sé, pensaba que no ibas a regalarme...
Ella se encogió de hombros.
- No sé, me apetecía comprarte algo... pero no te preocupes, no pasa nada.
Se dio cuenta de que la posibilidad de la sorpresa había estado ahí hasta hacía un momento. No muy grande, no muy fuerte, pero ahí, agazapada detrás de la puerta del dormitorio. La posibilidad de rosas, aviones y violines acababa de morir en aquel instante, y ella se sintió muy triste de repente.
Estaban en la cola de las palomitas. Después de que él suplicara perdón todo el día, fingiera que era su esclavo incondicional y le pidiera que, porfavorporfavor, pensara qué podía hacer para compensárselo, ella había decidido que irían al cine a ver una peli romántica. Nada de intelectualismo gafapastil o de películas serias. Una comedia de esas completamente estúpidas. A poder ser, con Jennifer Aniston.
Ahora esperaban para comprar palomitas en una cola formada por parejas jóvenes. Las chicas se agarraban como náufragas de la mano de los chicos, que procuraban expresar lo más claramente posible con sus caras que estaban allí por obligación y con la esperanza de tener sexo después.
Ella le miraba a él como si fuera un desconocido. Le miraba pedir las palomitas, contar las monedas con los dedos y hablar con la chica del mostrador, y pensaba como en sordina que no soportaba su manía de hacerse el gracioso frente a los desconocidos. De llevar los billetes en la cartera y las monedas sueltas en el bolsillo. De comerse la mitad del paquete antes de entrar en la sala.
Él se dio la vuelta y le hizo entrega del paquete mediano. Palomitas separadas. Una de las reglas que habían mantenido su pareja en pie hasta aquel día.
- ¿Estás contenta, mi amor?
Sí, pensó ella. Estoy de puta madre. Es de puta madre que te olvides de regalarme algo, y es de puta madre que luego ni siquiera seas capaz de pensar algo para compensar, y que me digas que “lo que yo quiera” sin darte cuenta de que dejar que lo piense yo no es un favor: es pura pereza. Sí. Todo es genial.
- Mucho – dijo, y se puso un poco de puntillas para besarle en los labios. Quería, deseaba con todas sus fuerzas ser una más de las chicas que esperaban en la cola. Quería que aquel cine fuera sólo una parada más en un camino que no tenía por qué terminarse. Quería noches en zapatillas, quería paseos en bicicleta. Quería un futuro.
La película era mala con avaricia. Ni dentro de su género era pasable. Los protagonistas sobreactuaban, el argumento era una mezcla entre absurdo y predecible y ni siquiera salía Jennifer Aniston. Pero terminaba bien y ofrecía esperanza y, sobre todo, era ella una de las mitades de las agrupaciones de dos que llenaban la sala. Por un momento, con la cabeza apoyada en el hombro de él, sintió que todo era como debía ser.
Entonces se encendieron las luces y él la miró, sonriente.
- ¿Te gusta, mi amor? ¿Te gusta tu regalo?
Y ella supo que aquello se había acabado.
No dijo nada esa noche. Tampoco estaba segura de querer decir nada a la mañana siguiente, ni todas las mañanas que quedaban. Llegaron a casa y saboreó el regusto tranquilizador de esas dos palabras, “a casa”, y se pusieron los pijamas, y él estrenó sus zapatillas, y luego echaron un polvo rápido porque a la mañana siguiente había que trabajar.
Mientras intentaba quedarse dormida imaginando que tenía una vida distinta en un lugar diferente, pensó que era curioso todo. Se dio la vuelta y le vio a él tumbado boca arriba, durmiendo con la cara seria, como si estuviera muy pensativo. Le gustaba la forma en que sus párpados descansaban tranquilos sobre sus ojos. Le gustaba callado. Pensó que no importaba lo que pasara a la mañana siguiente, o a la semana siguiente, o al mes siguiente. Aquella noche estaban juntos y ella podía mirarle dormir y sentir el calor tranquilo de su piel bajo las sábanas.
Se acercó a él y le echo el brazo por encima. Él se removió un poco sin gruñir, saliendo del sueño un momento para hacerle un hueco. Ella le abrazó y olfateó el olor a jabón del pijama y el olor de él, el resto de la colonia mezclado con la humedad del cuello. Estaba tan calentita y tan segura.
Y, por un momento, se sintió terriblemente feliz.
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