Me pregunto, piensa Ella, buscando una zona fresca en las sábanas con la punta del pie izquierdo. Me pregunto cuánto tendrá que pasar después de irnos a vivir juntos para poder dejar este coñazo de dormir abrazados, que se me recuelga de la espalda como un monito necesitado y me da dolor de cervicales. ¿Seis meses, un año? ¿Cuánto antes de poder decirle que así no descanso y que mañana hay que madrugar sin que me mire mal? ¿Cuánto antes de que el amor tranquilo y seguro se mida en algo más que la necesidad de contacto?
Y los dos se duermen, ignorantes de la distancia entre sus pieles pegadas.
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