Estamos sentados al borde del tejado, sobre el canalón. Lex y yo. Miramos la calle a nuestros pies. Está tan sucia, y el cielo sobre nuestras cabezas no es gris, pero sólo porque es de noche. Últimamente, todos los días son grises en la ciudad, y a mí me da la impresión de que para cuando el cielo se vuelva azul, nosotros ya nos habremos ido.
Lex está cansado, como si el día hubiera sido demasiado largo para él. No quiere explicarme lo que hace cuando nos separamos cada mañana, pero sé que sólo vaga, igual que lo hago yo. Caminamos por las calles hasta que nos duelen los pies buscando en los ojos de la gente alguna señal de reconocimiento. Pateamos con cuidado todos los barrios de la ciudad, por si es una cuestión geográfica, por si nos estamos equivocando de calle y resulta que nuestro lugar está sólo un par de manzanas más allá.
Yo creo que es un problema de densidad. Diferentes densidades en distintos planos de existencia que se superponen en esto que llamamos mundo real. Para la gente normal, somos invisibles. Deambulé durante mucho tiempo antes de encontrar a Lex; hasta que él apareció, ni siquiera se me había pasado por la cabeza la idea de que alguien pudiera verme. La expresión en sus ojos al cruzarse con los míos, sus pupilas mirándome a mí y no a través de mí, me sobresaltaron. Intentó hacerse el indiferente, seguir andando como si no hubiera pasado nada. Yo le seguía a un par de metros y él caminaba cada vez más rápido, deslizándose silencioso entre la gente que abarrotaba las calles. Le seguí todo el día hasta quedar exhausta. Le seguí todos los días hasta que no le quedó más remedio que aceptarme. Ahora le dejo estar durante el día, hacer su vida (por decir algo), y por las noches nos reunimos al borde del canalón.
Lex cree que todo esto no es más que un fallo del sistema. Que nos hemos deslizado por un hueco entre esta vida y la siguiente y nos hemos quedado colgados en un limbo sin nombre. “Es cuestión de probabilidad, Lina”, me dice. “Todo proceso, por muy bien diseñado que esté, tiene algún fallo. Aunque sólo sean dos entre siete mil millones, entre un trillón. Sólo somos tú y yo. Los demás están donde deben estar”.
¿Te imaginas algo peor que saber que vas a morir? Yo te lo diré: morirte y que después no pase nada.
Yo le explico mi teoría de la densidad; le cuento que, según yo, las variaciones entre unos y otros cuerpos son tan diminutas que puede haber miles de planos de existencia, y la coincidencia de varias personas en el mismo es una casualidad tan enorme que él y yo tenemos que estar agradecidos de habernos encontrado. Seguro que hay muchos otros que pueden vernos y a los que nosotros no podemos ver.
Le explico que los vivos son sólo aquéllos con densidad suficiente para mover los objetos del mundo.
Hoy Lex no tiene ganas de hablar. Le pasa a veces. Balancea las largas piernas sobre el vacío y mira al frente. Entonces yo le lanzo preguntas, preguntas inteligentes o estúpidas, según el día, y él me responde con monosílabos, y así vamos estirando algo parecido a una conversación mientras la ciudad se acuesta despacio a nuestros pies.
“¿Qué es lo más importante que has aprendido?”, le pregunto, porque tengo la esperanza de que estemos aquí para algo. De haya alguna lección que aprender y, una vez asimilada, algo o alguien nos deje marchar hacia el paso siguiente en el camino de la existencia. O de la no existencia.
“Que estamos solos”, me dice, después de un breve silencio. “Que todos estamos solos. Sólo que tú y yo lo sabemos”.
“Yo he aprendido que el silencio es tan grande, y la duración de la vida tan corta, Lex”. Los dos miramos al frente, y pienso que me gustaría que lloviera y las gotas de agua resbalaran por el rostro de Lex, y le mojaran ese cabello liso y oscuro que tiene. El flequillo le cae sobre los ojos, y yo creo que estoy llorando, aunque realmente no sabría decirlo.
“¿Sabes? - le digo -, me paso el día intentando que alguien me vea”.
“Yo te veo”, dice él. Y me mira con los ojos grandes y negros, dos huecos de oscuridad debajo de su gorro.
Lex está cansado, como si el día hubiera sido demasiado largo para él. No quiere explicarme lo que hace cuando nos separamos cada mañana, pero sé que sólo vaga, igual que lo hago yo. Caminamos por las calles hasta que nos duelen los pies buscando en los ojos de la gente alguna señal de reconocimiento. Pateamos con cuidado todos los barrios de la ciudad, por si es una cuestión geográfica, por si nos estamos equivocando de calle y resulta que nuestro lugar está sólo un par de manzanas más allá.
Yo creo que es un problema de densidad. Diferentes densidades en distintos planos de existencia que se superponen en esto que llamamos mundo real. Para la gente normal, somos invisibles. Deambulé durante mucho tiempo antes de encontrar a Lex; hasta que él apareció, ni siquiera se me había pasado por la cabeza la idea de que alguien pudiera verme. La expresión en sus ojos al cruzarse con los míos, sus pupilas mirándome a mí y no a través de mí, me sobresaltaron. Intentó hacerse el indiferente, seguir andando como si no hubiera pasado nada. Yo le seguía a un par de metros y él caminaba cada vez más rápido, deslizándose silencioso entre la gente que abarrotaba las calles. Le seguí todo el día hasta quedar exhausta. Le seguí todos los días hasta que no le quedó más remedio que aceptarme. Ahora le dejo estar durante el día, hacer su vida (por decir algo), y por las noches nos reunimos al borde del canalón.
Lex cree que todo esto no es más que un fallo del sistema. Que nos hemos deslizado por un hueco entre esta vida y la siguiente y nos hemos quedado colgados en un limbo sin nombre. “Es cuestión de probabilidad, Lina”, me dice. “Todo proceso, por muy bien diseñado que esté, tiene algún fallo. Aunque sólo sean dos entre siete mil millones, entre un trillón. Sólo somos tú y yo. Los demás están donde deben estar”.
¿Te imaginas algo peor que saber que vas a morir? Yo te lo diré: morirte y que después no pase nada.
Yo le explico mi teoría de la densidad; le cuento que, según yo, las variaciones entre unos y otros cuerpos son tan diminutas que puede haber miles de planos de existencia, y la coincidencia de varias personas en el mismo es una casualidad tan enorme que él y yo tenemos que estar agradecidos de habernos encontrado. Seguro que hay muchos otros que pueden vernos y a los que nosotros no podemos ver.
Le explico que los vivos son sólo aquéllos con densidad suficiente para mover los objetos del mundo.
Hoy Lex no tiene ganas de hablar. Le pasa a veces. Balancea las largas piernas sobre el vacío y mira al frente. Entonces yo le lanzo preguntas, preguntas inteligentes o estúpidas, según el día, y él me responde con monosílabos, y así vamos estirando algo parecido a una conversación mientras la ciudad se acuesta despacio a nuestros pies.
“¿Qué es lo más importante que has aprendido?”, le pregunto, porque tengo la esperanza de que estemos aquí para algo. De haya alguna lección que aprender y, una vez asimilada, algo o alguien nos deje marchar hacia el paso siguiente en el camino de la existencia. O de la no existencia.
“Que estamos solos”, me dice, después de un breve silencio. “Que todos estamos solos. Sólo que tú y yo lo sabemos”.
“Yo he aprendido que el silencio es tan grande, y la duración de la vida tan corta, Lex”. Los dos miramos al frente, y pienso que me gustaría que lloviera y las gotas de agua resbalaran por el rostro de Lex, y le mojaran ese cabello liso y oscuro que tiene. El flequillo le cae sobre los ojos, y yo creo que estoy llorando, aunque realmente no sabría decirlo.
“¿Sabes? - le digo -, me paso el día intentando que alguien me vea”.
“Yo te veo”, dice él. Y me mira con los ojos grandes y negros, dos huecos de oscuridad debajo de su gorro.
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