lunes, 20 de febrero de 2012

Terapias

"A ver por dónde empiezo, que para mí no es fácil contarlo... estoy un poco nervioso, de hecho. Yo es que no creo en los psicólogos, ¿sabe? Pero bueno, se lo cuento y punto.

>> Que todo empezó por una contractura en el cuello. El típico día que te levantas y dices "habré cogido una mala postura", y te pasas la mañana frotándote el hombro con disimulo. Luego van pasando los días y cada vez te duele mas, y te frotas, te encoges, el hombro cada vez más pinzado y tú hecho polvo... y al final alguien me propuso lo de ir al fisio. Pedí un número, llamé, me dieron cita y allí que me planté.



>> La fisio era una chica alta, más bien grande, de rasgos dulces aunque no especialmente guapa. Me gustaron sus manos potentes y me gustó la música clásica que salía de los altavoces camuflados en el techo. Me masajeó con una mezcla muy apropiada entre placer y dolor: a ratos me clavaba los dedos en los puntos sensibles y me hacía aullar, pero después calentaba la zona con toda la palma y yo me relajaba como un niño.

>> Seguí yendo una vez por semana para que me tratara la contractura. Cuando se me quitó, iba simplemente a que me masajeara la espalda y deshiciera los pequeños nudos de la vida cotidiana. Entonces me torcí el tobillo y alguien me recomendó a otro fisio distinto, y pensé: "por qué no probar".

>> Y, sin darme cuenta, los jueves eran el día de la espalda y los martes del día del tobillo. El tipo de los martes era un hombre bajito pero recio, que masajeaba poco pero que me colocaba después unos electrodos que transmitían una corriente eléctrica la mar de curiosa. Al principio me daba por reír cuando empezaba, pero después me acostumbré.

>> A los martes del tobillo les siguieron los miércoles de la reflexología, donde una chica dulce de pelo moreno me tocaba las plantas de los pies para equilibrarme los órganos. Los lunes encontré a una chinita diminuta que caminaba por mi espalda y la hacía crujir, incluso aunque los jueves la primera fisio siguiera masajeándome con suavidad. Para los viernes encontré a un terapeuta craneosacral que me colocaba las manos en la cabeza y las movía con sutileza hasta conseguir marearme.

>> Todo habría ido bien. No me importaba gastar dinero. Ahorraba en comida, ahorraba en gasolina: empecé a ir al trabajo en bicicleta, y luego le pedía a la chica de los jueves que me masajeara los gemelos y los muslos. Habría ido bien, y no creo que tuviera ningún problema. Simplemente, me gustaba cuando toda aquella gente me tocaba. Me gustaba que se ocuparan de mí y de mi dolor. El tema es que un día el terapeuta craneosacral me vio entrando en la consulta de la reflexóloga y me miró ofendido, como si le hubiera puesto los cuernos. Yo balbuceé alguna excusa sobre acompañar a un familiar, pero no me creyó. La siguiente vez que me atendió, entre suaves manipulaciones de mi cráneo, me sonsacó que veía a otros durante la semana. Y no sé si fue por ego o porque lo pensara realmente, pero al final me dijo que tenía un problema. Que más que un fisioterapeuta, lo que yo necesitaba era un psicólogo.

>> Y bueno, por eso estoy aquí, no sé, usted verá. Si lo necesito o no, yo qué sé. La verdad, ya se lo he dicho: no creo que sea un problema. No creo que haga daño a nadie. Que debería hacer más amigos; pues quizá. Que debería llamar a Marta y explicarle lo mucho que la echo de menos; pues a lo mejor. Tranquila, ya le contaré quién es Marta. Pero no sé. Tanto como un psicólogo... Me pongo en sus manos, en cualquier caso."

El paciente tomó aliento y se arrellanó en la silla. Se quedó mirando satisfecho a la psicóloga cognitivo-conductual que le había recomendado un compañero. Era guapa y parecía simpática, aunque tendría que aceptar cambiar las citas de día, porque si no iba a pisarse con el psicoanalista de los jueves. Y sumando al coach de los lunes y a la terapeuta gestalt de los viernes, ya solo le quedaba un día que llenar para tener de nuevo completa la semana.

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