- ¡Joder! ¿Qué coño haces?
- Te hago sangrar.
No es un arañazo sensual, y a él le parece un gesto gratuito y brusco mientras observa asombrado cómo la capa superficial de la piel se despega del resto y cómo la sangre empieza a aparecer en puntitos pequeños y rojos.
- ¿A qué ha venido eso?
- A que quiero que sangres. ¿Cuándo fue la última vez que te hiciste una herida? Una de verdad, con costra, una herida de caerte corriendo, o de darte un golpe en la espinilla con el pedal de la bici.
- Yo qué sé, tía... - él se chupa el nudillo y nota el sabor a óxido en la punta de la lengua. De pronto le viene a la cabeza que eso debe significar que no tiene anemia y que debería estar contento.
- De adultos no sangramos, no nos hacemos heridas. Como mucho, te cortas cocinando o te pillas un dedo con la puerta del coche. Se nos olvida que la vida es física, que la vida duele y que las cosas que importan a veces hacen heridas - ella está seria mientras le dice eso, y él no puede creer que le esté largando una lección vital-filosófica a cuenta de arañarle con esas uñas de bruja que lleva.
- Y por eso quieres hacerme sangrar.
- Sí. Para que sientas que soy física. Para importarte.
Hay que joderse, piensa él.
Pero se siente extrañamente halagado mientras observa los arañazos en el dorso de las manos, con el orgullo difuso e inútil de las heridas de guerra.
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