miércoles, 7 de septiembre de 2011

(Des)encuentros esperados

El chico de los ojos verdes camina hacia la parada del autobús. Va con el tiempo justo, como casi todas las mañanas, y si llevara reloj se lo miraría todo el rato. Piensa que ya le vale, que nunca es capaz de levantarse la primera vez que suena el despertador y lo deja una hora sonando cada cinco minutos. A lo mejor ayudaría si el otro lado de la cama no estuviera tan frío, pero prefiere no pensar en eso.

Camina deprisa, con pasos cortos y los hombros un poco echados hacia atrás, y sabe que si le viera alguien que no le conoce pensaría que está enfadado. Quizá sí esté un poco enfadado. No es la mejor versión de sí mismo por las mañanas, y se pregunta si tiene sueño o si le está pudiendo esta rutina dura de oficina y zapatos, de querer que llegue el viernes y odiar que llegue el lunes y querer que llegue el viernes y vuelta a empezar.

A veces le gustaría que alguien se lo explicara. Le parece que hay algo de todo que se está perdiendo, como cuando te enseñan un juego de cartas y juegas la primera partida sin enterarte de nada, y los demás te dicen "ya lo irás pillando", pero tú eres un poco torpe y ni siquiera te lo estás pasando bien. Él no entiende por qué se siente solo, o por qué las personas que ayer estaban en su vida hoy han desaparecido y, sobre todo, no entiende cómo se apañan los demás para que no les importe.

Entonces ve a la chica del pelo castaño sentada bajo la marquesina y se le escapa una media sonrisa, que se convertirá en sonrisa entera cuando sus ojos se crucen. Ella está allí agarrada a su carpeta de la universidad como una náufraga, con los ojos grandes y oscuros suspendidos sobre el tráfico de la mañana, y le encanta observar cómo esos ojos se animan y los labios se curvan cuando le ve llegar.

Un día, hace ya algunos meses, él le pagó el viaje de autobús porque ella no llevaba bono. Intercambiaron un par de frases y desde entonces se saludan, pero no hablan; él piensa que si iniciaran la costumbre de charlar todas las mañanas crearían una obligación que terminaría por volverse incómoda. Así que después del saludo silencioso, él suele sacar un libro y ella se concentra especialmente en la música que sale de su mp3.

Le gusta mirarla. Porque aunque le saca quince años, seguro, y son dos mundos separados que se miran desde detrás de sus respectivas carteras, le parece que ella está tan perdida como él. Por cómo sonríe casi con alivio cuando le ve llegar desde el otro lado de la calle. Por la forma en que asoma sus ojitos asustados por la ventana del autobús cuando sube, mientras se agarra tan fuerte a la barra que los nudillos se le ponen blancos. A veces piensa que la chica del pelo castaño es una isla de calor en medio de la mañana, como si les estuvieran filmando con una de esas cámaras termosensibles y pudiera identificarla a ella, caliente entre un montón de cuerpos fríos. Ni siquiera la ve guapa. Sólo la siente viva.


La chica del pelo castaño llega demasiado temprano a la parada. Porque le da pánico ir tarde a la facultad; ya le cuesta bastante entrar como para tener que hacerlo en mitad de una clase, mientras todas las cabezas recién peinadas y perfumadas de las nueve de la mañana se vuelven hacia ella. También por él, claro; no quiere coger otro autobús porque en el de menos cuarto va él y a ella le gusta mirarle.

Tendrá unos veintimuchos, se imagina, y es guapo cuando está serio y guapísimo cuando sonríe. Le gustan los días que se pone su camiseta verde, porque hace juego con sus ojos. Tiene las manos bonitas, y ya se había fijado desde antes del día en que le dirigió la palabra para ofrecerse a pagar su billete de autobús. Ese día pudo mirarle fijamente los dedos morenos y largos mientras él sacaba la cartera, la abría para buscar su bono y lo pasaba por el lector.

Todas las mañanas teme que no venga. A veces, de hecho, no viene, y ella intuye que pierde el autobús, porque incluso cuando lo coge siempre va apurado. Ella está ahí sentada, y mientras escucha música en el mp3 y piensa vagamente en las clases que tendrá hoy, en realidad busca su figura apareciendo tras la esquina y cruzando el semáforo. No es exactamente que le guste, porque es demasiado mayor, aunque a veces fantasea con que le invita a tomar un café y le confiesa que lleva meses enamorado en secreto de ella. Es que le da la sensación de que él la quiere un poquito, de que le inspira cierta ternura anónima y absurda de chica sola en una parada de autobús, y a las nueve menos cuarto de las mañanas de lunes ella necesita que la quieran.

El chico de los ojos verdes termina de cruzar el semáforo y llega a la parada. Algún día superará su resistencia a crear un hábito y le preguntará a la chica del pelo castaño qué tal le van las clases. Hoy vuelve a sonreír, y después se apoya en la marquesina y se pone a leer su novela.

La chica del pelo castaño mira al chico de los ojos verdes, inclinado sobre la marquesina como si él, y no la boba de Natalie Portman, fuera el verdadero anuncio, concentradísimo en su novela policiaca sueca. Algún día superará su timidez patológica y le preguntará a qué trabajo va todos los días con esa cara tan larga.

De momento, simplemente, los dos esperan el autobús, me atrevería a decir que de forma heroica.

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