lunes, 16 de enero de 2012

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Elena para a uno de los empleados del museo para preguntarle el camino al salón de actos y, cuando él se gira para contestarle y le ve la cara, se reconocen en seguida.
- ¡Mario! ¡Cuánto tiempo! ¿Te acuerdas de mí?

Él sonríe.
- Claro, Elena... ¿qué es de tu vida? Madre mía, debe de hacer como cinco o seis años que no nos vemos, ¿no?
- O más... desde la última cena de alumnos.

Se resumen mutuamente en tres frases. Él trabaja en el museo de gestor cultural. Se vino a Madrid a estudiar Historia del Arte y lleva aquí desde entonces. Ella terminó Bellas Artes en Sevilla y está de visita un fin de semana para asistir a un ciclo sobre Kandinsky.
La amiga de Elena, que no conoce a Mario, le tira ligeramente del brazo, así que ella se despide, un poco a regañadientes.
- Tengo que irme, pero me alegro mucho de verte...
- Yo también. Oye, ¿te apetece tomar algo luego? Yo salgo a eso de las tres, si todavía estás por aquí podemos echar una caña juntos.

Ella sonríe, asiente y le asombra ver cómo él apunta su teléfono en su smartphone caro y después le da un toque para que ella tenga el suyo. Se sonríen otra vez, se dan dos besos y Elena sale caminando rápido detrás de la sombra de su amiga, que ya ha averiguado cómo se va al salón de actos.

Apenas puede concentrarse en las conferencias. Repasa el encuentro con la mente. Él está guapo, su amiga coincide: ha sido capaz de anticipar el cambio de metabolismo masculino de los veintimuchos y empezar a cuidarse. No ha perdido pelo, y el traje sin corbata y con camisa violeta oscuro le cae con gracia sobre los hombros anchos. Y le ha pedido su número. Su Número. Se alegra absurdamente de haber elegido el vestido en lugar de los vaqueros. Le disimula las caderas y le marca el escote, que también resalta debajo de la media melenita tipo paje que se cortó hace un par de semanas. Está guapa, distinta, y él se ha dado cuenta y le ha pedido Su Número.

Se acuerda de ella. Y eso que ya hace mucho desde que dejaron el colegio. ¿Cuánto, diez o doce años? Pero imagina que toda una infancia compartiendo clase no se olvida así, con facilidad. Se pregunta si ella podría olvidar a alguno de sus compañeros, incluso a los más anodinos, cuando a veces se sorprende canturreando la lista de los nombres por orden alfabético. Rosa Aguilar, Luis Arellano, Carlos Bustos, María Cerezo: lo escuchaban tantas veces a lo largo del curso que se lo sabían mejor que las lecciones.

Lo de Mario pasó casi al final, en el penúltimo curso de la ESO. Ahí fue cuando Elena se dio cuenta por primera vez de que la gente cambia de color cuando te gusta: todos están ahí, en blanco y negro, iguales unos a otros, y de repente una persona empieza a colorearse y a brillar con más energía, y a veces quieres mirarle con más atención, a veces quieres apartar la vista, pero nunca te es indiferente. Mario Moreno Miras, que aquel año era el número veintidós en la lista de clase; Elena lo sabía porque escuchaba la letanía con atención cuando pasaban lista, o cuando el de inglés decía en público las notas de los exámenes, y al llegar a Mario suspiraba despacio del leve placer que le producía sólo escuchar su nombre. La triple eme de su inicial adquirió poderes casi mágicos, y aquel verano, mientras sólo podía soñar y preguntarse qué estaría haciendo Mario en sus vacaciones, Elena se rayó una M en la pierna con una horquilla de pelo, para que cuando la costra saliera y le diera el sol en la piscina se le formase una cicatriz que poder ver durante el invierno.

No es que fuera muy, muy guapo, pero tenía los ojos verdes y un cuerpo moreno y huesudo que cubría con enormes camisetas de baloncesto. Había conseguido combinar el éxito académico con el deportivo y le querían por igual los profesores y los alumnos. Se rapaba el pelo cada cierto tiempo y a Elena le encantaba mirarle en esos días, cuando los ojos enormes y la nariz adolescente y ganchuda le daban un aire vulnerable de prisionero de guerra.

Era incapaz de hacer nada por llamar su atención. Incapaz. Y no sólo porque supiera que no era muy guapa, con el pelo lacio y castaño, la frente demasiado ancha y las caderas redondas. Es que para ella no existían los pasos intermedios entre su mente y la realidad: le parecía que Mario tenía que darse cuenta sin su intervención, igual que ella se había dado cuenta de que le amaba: que sus sentimientos, tan puros y enérgicos como su determinación al herirse en el muslo con su nombre, tenían que atravesar el aire espeso del aula y llegar a la cabeza de Mario como por ensalmo. Así que suspiraba, y amaba, y escribía emes, y seguía amando y soñando con la veta secreta de virtudes que sabía que había debajo del aspecto tranquilo de Mario, y que sólo ella conseguiría sacar a la luz por completo.

Hizo algunos intentos tímidos. Muy tímidos. Le llamaba a casa con excusas del colegio, y cuando él le contaba algo que no fuera exclusivamente académico ella soñaba toda la noche con la intimidad que pensaba que construían. Era de los pocos que tenía internet en casa, así que le mandaba mails no muy largos y calculadamente ingeniosos, y después no era capaz de dirigirle la palabra en clase. Siempre había demasiada gente a su alrededor, así que ella pensaba en él muy fuerte y no decía nada.

Un día puso toda la carne en el asador y se le declaró por mail. No recuerda segundos más angustiosos que los que pasó un día después, entre la visión del correo en la bandeja de entrada y el tiempo que el maldito módem de 128 ks tardó en abrirlo. "Algo me imaginaba", decía él, y luego se excusaba diciendo que no sentía lo mismo, pero que podían ser amigos. A ella le sorprendió tan poco su respuesta que ni siquiera se esforzó por bajar la cabeza cuando se lo encontró al día siguiente en clase.

Ahora han pasado diez años y Mario tiene su número. Su Número. Se lo ha pedido voluntariamente; nadie le ha puesto una pistola en la cabeza. Pasa la primera mitad de la mañana y Elena sale con su amiga a tomar un café. No mira el móvil; es demasiado temprano, e imagina que le dará el toque justo antes de salir. La segunda parte de las conferencias se le hace un poco más pesada. Pone el móvil en vibración y se lo mete en el bolsillo. Lo mira a cada rato. Piensa que la tela del vestido es demasiado gruesa, así que lo mete entre la cadera y la goma de las bragas, en contacto con su piel.

Se lo imagina así: los dos van a comer juntos en una tasca con encanto que él conoce. Elena debería volver luego a las charlas, pero han pedido una botella de vino a medias y al final decide que se las va a saltar, por muy cara que le costara la matrícula. Mario la lleva a tomar café a alguna terraza soleada, luego pasean por el parque, recuerdan viejos tiempos, se ríen. Compran un litro en algún chino, se lo toman en el Retiro, se tumban muy juntos, vuelven a reírse. Él piensa que ella está muy guapa después de todos estos años y se lo dice. Le pasa la mano por la nuca despejada. Se besan. Ella llama a su amiga y le dice que no irá a dormir. Se despierta feliz y aturdida en un piso de Madrid que es cutre pero tiene encanto, y él le ha dejado preparado el desayuno antes de irse a trabajar.

Almuerza con su amiga cerca del museo, en un bar que pone menús a un precio medio decente.
- A lo mejor me llama para quedar por la tarde.
- A lo mejor no te llama.
- ¿Cómo no me va a llamar? Se le ocurrió a él, de verdad. Tú estabas allí. Yo no dije nada.
- Ya, sí, pero yo qué sé... igual tiene otros planes.
- Entonces, ¿para qué me iba a pedir el teléfono? Sería absurdo.

Van a una última charla, que a Elena le parece insoportablemente larga y tediosa, y después salen a dar una vuelta por las calles del centro. Su amiga vive en Madrid, así que le guía por algunas de las tiendas de moda, la lleva a una cafetería con encanto y le propone planes para la noche. Elena tiene el móvil en modo muy alto, pero se apaña para no mirarlo más de tres o cuatro veces cada hora. Los planes con Mario van cambiando. Todavía tienen tiempo para el café en la terracita. Todavía podrían ir al parque. Todavía podrían tomar cañas en algún bar del centro.
- ¿Vamos al concierto, entonces? - propone su amiga.

Elena duda, pero piensa que, a las malas, puede salir del concierto para coger el móvil, y luego dar alguna excusa y quedar con él en una parada de metro. Con el metro se llega a todas partes. Y tomar cerveza negra en algún irlandés, ¿le gustarán a Mario los irlandeses? Y después al piso cutre, mensajito al móvil de la amiga, igual él no trabaja mañana y pueden desayunar juntos en la mesa de la cocina, o incluso en la cama.

Van al concierto, el cantante es bueno y el móvil no suena. Se despierta en el piso de su amiga y desayunan cereales con chocolate delante de la tele.
****

Mario da unos pasos y vuelve la cabeza, justo a tiempo para ver entrar a Elena en el salón de actos. ¿Por qué he hecho esto? se pregunta. Qué absurdo. Tiene que dejar de ser amable por defecto. Le sale solo; será porque se ha acostumbrado a trabajar de cara al público y no sabe desperdiciar contactos ni ahorrar en amabilidad. Quedar para tomar una caña; vaya idea absurda. De qué van a hablar después de todos estos años. Además, ella está... bueno, está un poco gordita, sin ánimo de ofender. Tampoco es que antes fuera un pibón. Elenita, Elena... ¿cómo era su apellido?

Menea la cabeza, sin ganas siquiera de hacer el esfuerzo de borrar el número, y echa a andar hacia la cafetería. No le ha dado tiempo a desayunar en casa y tiene un montón de hambre.

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