Se levanta del sofá, caminando con los talones para no estropearse las uñas, y va a la cocina.
- ¿Quieres un café? - pregunta.
- Bueno.
- Te lo pongo caliente - dice ella, y pronuncia un poco más fuerte la palabra "caliente", para ver si así consigue inspirar alguna asociación en su cerebro. Pero es una tontería y sabe que no funcionará, así que lo hace casi a modo de chiste privado.
Se desplaza torpemente por la cocina, llena la cafetera de agua, vierte el café molido formando una montañita y lo pone al fuego.
- Que luego nos podíamos dar una ducha, ¿te apetece? - exclama en dirección a la salita.
- Te la puedes ir dando tú si quieres. Yo me ducharé luego en casa.
- Ya, pero - ella se muerde los labios. Ya se está odiando por decir esto y, de hecho, se plantea no decir nada, pero al final no se puede contener - yo me refería a una ducha los dos, tú y yo juntos. Nunca nos hemos duchado juntos.
- Tu baño es muy pequeño.
Ella se inclina por encima de la barra americana y le toca los hombros, pero él no se vuelve.
- Podemos apretarnos un poco.
- Que no, lo digo en serio... que nos vamos a clavar el grifo en los riñones.
Procura sonreír, se encoge de hombros y aparta del fuego la cafetera, que lleva unos segundos silbando bajito. Ya está, ya está, se arrulla como una niña pequeña. Basta. Stop. Esto no puede seguir así. Que te busque él. Se propone la distancia como un reto. Sirve las dos tazas, zambulle en la suya una pastilla de sacarina y coge el azucarero.
Cualquiera diría que ni siquiera viene a follar, piensa mientras se bebe la taza mirando la parte trasera del portátil. Ni siquiera soy su amante. Soy su secretaria. O ni eso, porque si fuera su secretaria estaría ayudándole, y en cambio lo único que hago es estar aquí. Soy una recepcionista que abre la puerta, vigila la entrada y trae café.
- Está rico - musita él, distraído.
Ella no entiende por qué no puede trabajar en casa y venir cuando lo tenga terminado, para poder pasar directamente a la parte divertida. Cuando él no está y ella tiene todo el tiempo del mundo para pensar en ese momento, le imagina llamando al timbre un par de veces potentes, sostenidas, y a ella abriendo con las uñas ya pintadas y un look de estar por casa estudiado pero informal: pantalón muy corto, camiseta con un tirante un poco bajado, el pelo recogido encima de la nuca. Él la mira con urgencia, empieza a besarla en la puerta, continúa por el pasillo, se dejan caer en la cama enfermos de pasión.
Pero nunca sucede así: él llega, llama a la puerta y ella aún no se ha pintado las uñas porque quiere tener algo con lo que entretenerse mientras él trabaja.
Termina el café, se levanta y se mete en la ducha, sola. Cierra la puerta con pestillo, como si fuera ella quien quiere ducharse sola.
Debajo del grifo, con el agua muy caliente, intenta pensar. Debería decirle que se vaya a casa con La Perfecta Lucía a trabajar. Que seguro que ella hace el café igual de bueno. Es curioso, pero una de las cosas por las que le da rabia todo esto es por su piso: un piso de chica, pequeño, coqueto, con las paredes lila. Tiene las estanterías cubiertas de libros interesantes, portafotos con fotos bonitas y divertidas de ella con sus amigos, con sus sobrinos, posando sola. Ha colgado poesías en la nevera y la cama está cubierta de cojines mullidos: es un piso que él debería apreciar, observando los libros, echándose sobre los cojines y follándosela con desesperación bajo la mirada atenta de las fotos, y en cambio ahí está. Bebiéndose el café en una preciosa tacita de vaca y concentradísimo en su hoja de cálculo.
Sabe que nadie entiende lo suyo con él, y ni siquiera ella misma lo entiende mucho. Se supone que los casados se portan mejor con la amante. Se supone que el amantismo es una isla de placer donde todo se olvida, se apartan los quehaceres cotidianos y la única preocupación es fingir el amor con el mayor acierto posible.
Se pone mascarilla de melocotón en el pelo, se frota bien el cuerpo con su gel de vainilla favorito. Se rasura las piernas un poco porque sí, ya que al vello apenas le ha dado tiempo a crecer desde que se enteró de que él vendría. Sale, se seca el pelo despacio, se enrolla la toalla en torno al cuerpo. Cruza la salita en dirección a su habitación, y en lugar de sentirse seductora y hermosa, es como si con la toalla estuviera justificando su desinterés hacia él. Como si todo su cuerpo encogido dijera: lo entiendo, entiendo que no me desees y lo siento mucho.
Va al cuarto, se viste y se queda mirándole sentado en la cama. Lo peor de todo es que es tan guapo. Observa la mandíbula ancha, la piel morena y el pelo muy oscuro y un poco rizado, los ojos color miel concentrados en la pantalla, la camisa arrugada y remangada en torno a los codos. Y ella está justo enfrente, sentada con su pijama y con la entrepierna humedeciéndose de forma irremediable mientras él teclea.
Se levanta, se acerca a él y ya se está odiando otra vez por lo que va a hacer, pero el deseo es más fuerte que todo, más poderoso. Se acerca por detrás y le da un beso suave en la mejilla.
- Pequeña... - murmura él, pero no en tono cariñoso, sino un poco severo, alargando la segunda e, como un padre que regaña a su hijo cuando está siendo travieso.
- Qué pasa - ella le besa en la sien, la coronilla, la nuca.
- Pequeña...
Sube un poco la intensidad de los besos, le pasa una mano por el cuello y la otra por la cintura. A partir de aquí ya sabe que no tiene el control. Ya no importa la de veces que él la llame Pequeña; tendrá que reducirla a la fuerza si quiere que pare. Empieza a morder suavemente y él deja quietas las manos sobre el teclado.
- Eres mala.
- No soy mala.
No soy mala, se repite. Soy buena. Esto es bueno. ¿Por qué no está entendiendo que esto es bueno? Mete una mano bajo el cuello de la camisa y le acaricia el vello suave del pecho, y con la otra saca el faldón de los pantalones y le araña el vientre. Él deja caer los brazos a los lados. Ella le muerde más fuerte en la nuca, y después baja la mano y toca la línea del pubis, clavando un poco la punta de los dedos.
- Cómo eres, joder, cómo eres - dice él, y parece casi enfadado, pero a ella le da exactamente igual -. Que no soy de piedra.
Por fin, y era lo que ella estaba esperando, se da la vuelta y le busca los labios. Coge su mano y se la lleva a la entrepierna, y a ella, como siempre, notar su erección le parece un milagro. Nunca se puede creer que sean sus caricias las que se la están poniendo tan dura. Él se levanta ("ven para acá, que no te voy a quitar ni el pijama", le dice) y la lleva a la cama casi arrastrando.
Ni siquiera folla bien, piensa a veces, en otros momentos, cuando le recuerda a solas en la cama e intenta averiguar, como una detective de los sentimientos, por qué y para qué está pasando esto. No se recrea en el sexo. No le van los preliminares largos, ni se preocupa excesivamente por ella. Toca lo justo y en los puntos básicos pero, sobre todo, se deja hacer. Le gusta tumbarse boca arriba y que sea ella quien le toque. Besa con brevedad, como con miedo: se acerca y se aleja enseguida, alternativamente, sin querer pasar más de dos segundos con las bocas pegadas.
Pero lo peor de todo es que a ella le da igual. Que no necesita preliminares, porque para cuando él decide metérsela ella está todo lo mojada y caliente que puede estar una persona. Entonces es cuando él sí se coloca encima, la agarra de las caderas y se la folla, tal cual; no hacen el amor, no follan los dos a la vez: él se la folla a ella con la misma determinación disciplinada con que se dedica al Excel. La mira con fuerza. Entonces ella se aplica con tal intensidad a vivir esos momentos, los momentos lúcidos y vibrantes en los que él está ahí partiéndola en dos, que le parece que le van a restar días de vida por el ímpetu que le está poniendo a estos minutos. Ella sólo quiere quedarse para siempre en este instante en que sabe que él está ahí y en ningún otro lugar. Le ve deshacerse en el orgasmo, abrir más los ojos, asombrado, gritar un poco, y le sorprende y enternece esa vulnerabilidad extrema que nos inunda cuando nos corremos. Saber que en ese momento de puro presente él no tiene otro remedio que pensar en ella la excita tanto que no le resulta difícil correrse a ella también.
Después, mientras él va al baño y ella se envuelve en el edredón, aterida de frío, piensa que desde la primera vez que se acostaron su vida nunca volvió a ser igual, y seguramente no vuelva a serlo nunca. Porque se masturba pensando en su cara. No en su polla ni en su culo ni en la imagen de él comiéndole el coño, no; se excita pensando en la expresión de su cara. Porque ahora entiende que no hay un sexo mejor que el que supone la única oportunidad de que esa persona esté verdaderamente contigo. Cuando si se va de tu cama lo has perdido del todo, y cuando incluso mientras estáis allí el hilo que os une es tan frágil, tan perecedero, que tú te conviertes en una muñeca colocada de miedo como de una droga dura.
Mi vida no va a volver a ser la misma, nunca, se dice, y cierra los ojos mientras se pregunta si él dormirá un rato al otro lado de la cama o se irá a casa para no llegar demasiado tarde. No va a ser la misma, pero ya hace tiempo que eso no le importa mucho. De alguna forma sabe que si una se ve tocada por esa totalidad está maldita y, sin embargo, en medio de esa maldición se siente afortunada. Bendecida, aunque expulsada de algún paraíso anodino y extraño al que ni siquiera sabía que pertenecía. A eso debió de referirse Dios con el tema de la manzana. Y mientras la satisfacción física la va adormeciendo suavemente, piensa que le da igual. Que merece la pena, todo. Por haber conocido esto, por este momento, por esto.
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